Grabados de Gustave Doré
*De antemano me excuso porque, hace un par de años, releyendo El Quijote, se me ocurrió hacer un pequeño análisis sobre el valor de este libro para el lector actual, considerando su papel en la transición de la literatura medieval a la literatura moderna (por allá en el paso del siglo XVI al XVII). Fijándome bien en el tono que tiene el escrito de esa época, me doy cuenta de que puede ser demasiado academicista y rígido. Sin embargo, por ahora lo quiero publicar tal como lo había hecho en Paideia Poiética. El próximo año, contando con el tiempo suficiente, me propondré hacer una serie de artículos analizando los aspectos que más me gustan de El Quijote, de manera amena y más entendible*
Desde las primeras páginas Cervantes deja entrever que su
obra será meritoria, entre otras muchas razones, por explorar la tensa relación
entre el hombre moderno y la literatura; la cual, si sus ficciones son «mal»
administradas a mentes inestables, puede generar un tipo especial de locura que
sirve de máscara para enunciarle a la sociedad sus defectos y vicios evidentes,
que quisiera desesperadamente no ver, y replantear el conjunto de valores
vigentes, perpetuados desde otra época con una visión contraria al progreso
intelectual moderno, sin sufrir las persecuciones que un esfuerzo así antes
aseguraba.
Además, de todo el compendio de obras coetáneas de El
Quijote, contando las no muy progresistas del Siglo de Oro español, quizá solo
Hamlet, del tragediógrafo más aclamado de Inglaterra, presenta una construcción
del personaje en torno a la figura del loco con tanta sutileza como para
convertir la locura misma en un arma para punzar el nervio de la sociedad de la
época.
Después de la primera
desventura del caballero andante, tras haber sido apaleado por unos mozos en el
camino de regreso a su aldea, el lector atento se encuentra con uno de los
pasajes que se leen con más gusto, ya que en él el autor desplegó de manera
innovadora sus dotes como literato. Se
trata, por supuesto, del juicio llevado a cabo por el barbero y el cura en la
biblioteca, donde Cervantes comienza satirizando la simpleza que el católico
medieval promedio ha legado a su sucesor «moderno», representado por el
personaje del ama que corre a buscar agua bendita cuando la invade el temor
ante los encantadores y demás seres fantásticos que abundan en los libros y que
podrían, quién sabe por medio de qué prodigio metafísico, cobrar vida para
hacer de las suyas en nuestro mundo.
Pero no solo se muestra que la mente del individuo moderno
no se ha vaciado de las fantasías atemorizantes que servían como instrumentos
de dominación en el mundo medieval, sino que, a través de la figura del cura –que
además parece ser el más «culto» entre los personajes de escaso acervo intelectual–
se personifica el poder censurador de la Iglesia; la cual, con su decisión de
prohibir la lectura de muchos libros meritorios, contribuyó a la elitización del conocimiento y, por
ende, al mantenimiento de las condiciones sociales que hacían de gran parte de
Europa, de España especialmente, una región sin grandes progresos
intelectuales, que además estaba atada a la estática vida campesina y
religiosa; una región cuyos gobernantes, profundamente católicos y
contrarreformistas, trataban de impedir que se recibiera la influencia del
protestantismo, que desde el siglo XVI representó un papel protagónico en la
precaria renovación cultural e intelectual de Europa (con importantes y graves
consecuencias económicas para el resto del mundo)[1].
Por lo anterior el matiz sociológico de El Quijote es
innegable; además, en el punto en que el cura se refiere a la inconveniencia de
las traducciones y el uso de cualquier lengua extranjera se muestra la
expresión de un sentimiento nacionalista, aún inmaduro, que comenzó en torno al
idioma y terminó permitiendo la consolidación del Estado moderno como
Estado-Nación.
Aparte de eso, el mayor mérito de este capítulo es que contiene
quizá la primera crítica literaria moderna, que es muestra de la erudición del
autor. No solo en este capítulo, sino
desde el inicio de la obra, Cervantes actúa como un crítico sutil de la
tradición literaria de la época al burlarse sagazmente de los temas recurrentes
y el estilo trillado de los libros de caballerías (que personifican la
pintoresca y estancada vida medieval en Europa), así como de la exaltación
poética de la vida pastoril y los paisajes bucólicos donde se representan
algunas de las escenas más graciosas de la vida de un caballero andante.
Para concluir, considero que lo que más resalta como rasgo
irónico en este pasaje (además del hecho de que el autor incluye una referencia
de una obra suya en el libro, elemento paradójico común en gran parte de la
tradición literaria que se forjó desde entonces, que muestra al escritor como
parte activa pero también subordinada de lo que escribe) es que Cervantes haya
escogido precisamente a un cura para exponer su crítica literaria y social,
pues así convirtió a ese personaje en representante a la vez de la erudición y
la censura, lo que demuestra que la vida cultural moderna está mediada por la
tensión incesante entre el pensamiento secular –herencia de un pasado clásico
extraviado por siglos, que el mismo cura ostenta al referirse a algunos
aspectos bien conocidos del mundo helenístico, en especial en su mención a la
arqueta que Alejandro tomó de los despojos del soberano persa, Darío, para
guardar como un tesoro sus libros de Homero– y el pensamiento religioso, sucesor
directo de una era de barbarie.
[1]
Hablo de la estrecha relación entre la ética protestante, basada en el trabajo
infatigable, y el surgimiento del capitalismo, que ya había señalado Max Weber.
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